Las estatuas y monumentos que se colocan en el espacio público responden a la definición de un tema (puede ser político, étnico, económico, cultural). Suelen reproducir discursos que, al adquirir materialidad, se reiteran. La fuerza con la que cada elemento es lanzado al espacio público puede determinar su alcance o condenarlo a la indiferencia y el abandono. Los contextos cambiantes también pueden provocar su destrucción (como sucedió con la estatua del conquistador Diego de Mazariegos, derribada en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, el 12 de octubre de 1992).
Los elementos que se colocan en el espacio público pueden analizarse a partir de los materiales utilizados en su elaboración, las técnicas aplicadas o los autores que las crearon. También puede considerarse el motivo de su elaboración (político, administrativo, social, cultural). En el horizonte de este trabajo no está contemplado abordar dichos elementos analíticos, tampoco considerar a las estatuas y monumentos propiamente como bienes culturales,[2] sino como sitios de memoria.
Este texto considera sustancial la memoria (y sus usos), la cual se reconstruye, conforma y reproduce a partir de lo que sucede en el tiempo. Los recuerdos que la integran alcanzan significado para una comunidad que los respalda y mantiene, fraguando estructuras sociales compartidas, como discursos y ceremonias (Le Goff, 1991). Las representaciones del pasado se mantienen por la pertenencia a un determinado colectivo e implican una carga ética que se comunica mediante tradiciones creadas, celebraciones para conmemorar el pasado, calendarios y prácticas rituales.
Un medio de expresión y comunicación que enmarca y transmite memoria es la imagen; recordar imágenes depende de la fuerza con la que se proyectan, previa determinación de su cantidad y calidad. Por ejemplo, la imagen de Miguel Hidalgo resulta cotidiana porque se reitera en diferentes soportes (libros de texto, billetes, monografías, murales, pinturas, etc.). Varias de estas imágenes, colocadas en el espacio público, propician una relación colectiva que las asocia con ritos y conmemoraciones. Así se conforma un vínculo social que conlleva apegos y desapegos. Un ejemplo podría ser la figura de Benito Juárez, repetida en bustos, estatuas y murales. En tales espacios, la práctica de rituales conforma al mismo tiempo sus atributos y sus valores, lo que produce evocaciones que no son precisamente iguales para todos. Delgado (2011) las distingue como prácticas culturales y políticas, mostradas de manera evidente y cotidiana. La “visibilidad generalizada” y rutinaria de las imágenes es una experiencia masiva con una “dimensión performativa y artística” (pp. 15-40).
El espacio público
El espacio público ha sido definido a partir de sus características. Incorporo algunas concepciones de organismos internacionales y después retomo elementos que he observado en el ámbito oaxaqueño. Para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), se trata de “lugares que son de propiedad pública o para uso público”. Pueden ser calles, espacios abiertos o instalaciones y son (o deben ser) de acceso universal, seguro e inclusivo (CEPAL, 2016). Para el Programa de la ONU para los Asentamientos Humanos, el espacio público debe ser a escala humana, adecuado para todos, planearse de manera colaborativa pensando en la gente para que sea duradero y sostenible en los ámbitos social, económico y ambiental.
El espacio público se hace único y significativo a través de elementos culturales y contextuales que complementan y enriquecen su identidad. Espacios deben estar basados en el lugar, adaptable y sensible a la geografía, el clima, la cultura y el patrimonio. El arte público y actuaciones en los espacios públicos pueden celebrar y validar un sentido de comunidad, identidad, pertenencia y bienestar. (ONU-Habitat, 2018)



